11 de set. 2011

LUJO ASIÁTICO EN EL BARRIO

Foto: R. Berrocal

A principios de verano, en la calle Pintor Fortuny, muy cerca de mi casa, bajó la persiana uno de los restaurantes más antiguos del barrio, el Ivanhoe. Siempre me había llamado la atención el nombre, aunque nada más lejos de un establecimiento de comidas medievales como no fueran las enmohecidas tapas del mostrador, aquellas que habrían hecho feliz al mismísimo comisario Méndez, el entrañable personaje del jefe de la banda, el no menos querido Francisco González Ledesma. El cierre me chocó por cuanto si bien el matrimonio que lo regentaba ya había alcanzado la edad de la jubilación todo parecía indicar que heredaría el negocio su hijo, Ivanhoe, de quien no hace mucho supe por unos vecinos de toda la vida que el restaurante había tomado el nombre.
Bien mirado, su clausura era lógica: no tenía nada que pelar ante la avalancha de restaurantes de diseño que ha transformado la zona del Raval donde vivo en el auténtico Soho de Barcelona. El caso es que durante unos días temí que el local hubiera caído en manos de alguna de las numerosas mafias que se han adueñado del barrio. Pero, antes de las vacaciones, constaté aliviado que el mejor postor había sido una cadena de restauración japonesa. Por obra y gracia de la habitual competencia oriental, desde hace tres semanas el nuevo restaurante es ya una realidad. ¿Su nombre? Carlota Akaneya. Y hoy, sin niños, mi mujer y yo hemos ido a estrenarlo. 
Lo primero que llama la atención al entrar es el alambicado complejo de tubos de aspiración y campanas purificadoras que cubre el techo. Uno tiene la sensación de hallarse en el interior de la sala de máquinas de un transatlántico. Su función no es otra que la de liberar al local del humo que desprende cada mesa, cuyo centro se ha vaciado para dar cabida a una gran parrilla que se calienta con rescoldos de carbón vegetal. En ella, tras un sencillo entrante, el cliente cocina a su gusto el plato principal, constituido por verduras y carnes de todo tipo. Sorprende la ausencia de pescado en la carta. Y aún más, la presencia de carísima carne de vaca de Kobe, al parecer de excelente calidad puesto que hasta el momento de su sacrificio estos animales reciben toda suerte de atenciones, desde masajes hasta relajantes audiciones de música clásica, en un remedo de la casa de golosinas del inolvidable cuento de los hermanos Grimm, Hansel y Gretel. Por si no fuera suficiente, añado otro aliciente: la adorable japonesita de elegantes ademanes que, ataviada con sensual quimono, realiza las funciones de maître (¿Carlota Akaneya, quizá?).  
Con todo, a este restaurante del tipo samoyaki –por lo visto, una réplica exacta de otro que hay en Tokyo– yo le veo un pequeño inconveniente: el exceso de calor que por momentos convierte la sala en una sauna. Pese a este asumible escollo, la impresión ha sido magnífica y creo que con la llegada del invierno, en que las tornas cambiarán, podría convertirse en... perdóneseme el tópico, todo un lujo asiático.

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