7 de set. 2011

TOROS EN EL ASCENSOR

La suerte de varas. Miquel Barceló

Lo bueno que tiene la lentitud del pequeño ascensor de mi edificio es que hasta que no te deja en tu rellano te permite llegar a mantener una conversación con el vecino. Bien es verdad que entre Emilio, el del tercero, y yo, que vivo en el segundo, existe la suficiente confianza como para que a menudo nos enfrasquemos en cualquier asunto sin montacargas de por medio. Aunque tampoco deja de ser cierto que la cosa está casi siempre descompensada y en vez de conversación convenga hablar de soliloquio. No creo que nadie tenga la culpa. O mejor dicho: ambos la tenemos. Sencillamente, él, seguro de su discurso, habla por los codos, y yo, parco en palabras, falto de espontaneidad y con un dominio absoluto del modesto arte del asentimiento, genero la suficiente confianza como para que los demás se dejen ir.
El caso es que días atrás coincidí con Emilio y su mujer en la estrecha cabina del ascensorcito y, no sé cómo, de la bolsa de playa que traían apareció un torero. «No tengo justificación por lo que voy a decir, Ricardo, pero ansío conseguir un par de entradas para cuando venga José Tomás a clausurar la Monumental en otoño». Me quedé perplejo. No esperaba yo de mis vecinos que fueran afines a las corridas de toros. Los tengo por una de esas parejas de buenistas recalcitrantes que jamás abandonan el recto camino de lo ético y de la tolerancia y que, precisamente por eso, también a menudo caen sin darse cuenta en la más grande de las intransigencias. «Seguro que ahora se justificará con una argumentación basada en la tan manida y papanata estética», me dije. Pero no fue así. «Desde que en Ronda vimos la Carmen de Salvador Távora, en que se torea y se mata a un toro, que me di cuenta de lo alejados que estamos hoy en día de lo auténtico, de lo verdadero. Todo es un sucedáneo. Parece como si viviéramos en una burbuja de plástico. Contemplar tan de cerca la muerte me hizo apreciar más la vida». Su confesión era casi un calco del mejor argumento –por no decir el único– que he leído yo en defensa del toreo. Salió de la pluma del escritor gallego Suso de Toro y, si me permitís, lo reproduzco aquí: «(...) Hay muchos modos de acercarse a la tauromaquia. Como Galicia no es país de corridas de toros, para mí no es un rito familiar ni tiene un sentido comunitario; sólo puedo contemplarlas desde fuera. Las he visto venir como instrumento de propaganda patriotera toda mi vida, sé bien qué significaron y también que aún significan eso. Aun así, creo que he podido salvar ese obstáculo y que las comprendo, creo que son algo valioso, son precisamente el resto de un rito sagrado, un rito que nos recuerda lo que es existir, actualiza el valor de la vida. La vida es trascendente porque está siempre acechada por la muerte. En estos momentos nuestra civilización pretende que vivamos sin pasado, en un elástico presente continuo, que se extiende, que se extiende. En un mundo aséptico y a salvo de la muerte, o sea, de la vida. Y la muerte, justo lo que queremos olvidar, es lo que nos recuerda la tauromaquia». Así de afinado anduvo Emilio.
Vaya por delante que no me veréis nunca en una plaza de toros, pero tampoco moveré un dedo por su desaparición de un día para otro. Y menos si ha de ser de la indigna manera como se ha llevado a cabo en Cataluña, donde en el interesado afán por ganar una batalla política hasta se tuvo que convocar al grosero, antipático y abusón Jesús Mosterín para asegurar el tiro. Como si los defensores de las esencias patrias desconfiaran de los suyos. Estoy convencido de que las corridas de toros que, en un paso más de la evolución de la especie humana, sobrevivieron en su día a los ajusticiamientos de gladiadores e inocentes esclavos como forma de entretenimiento, caerán por su propia obsolescencia mucho antes de lo que se cree y sin necesidad de empujones interesados. 

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