19 de set. 2011

UN ESQUIVO PREMIO GONCOURT

Foto: Imágenes Google

Mi hijo Hèctor es un pesado de narices. Lleva una semana recordán- donos a su madre y a mí las dos cosas que lo tienen obsesionado estos días: por un lado, la inminente llegada a los quioscos de la nueva serie de sus amados Gormitis (¿y van... ?). Insiste en que estemos alerta para cuando su amigo Marc, que de este asunto sabe un rato –al parecer, el quiosquero de su calle lo mantiene constantemente informado–, dé el pistoletazo de salida. Por otro, la conveniencia de que compremos una planta carnígora para tener en casa. De esta manera, dice, mataremos dos pájaros de un tiro. Ya no habrá necesidad de utilizar el cazamoscas, amén de que podrá estudiarla a fondo, no en vano así han decidido llamarse los de tercero este año (se entiende que con “v” y en plural), hecho que comportará un buen número de trabajos sobre esta exótica especie a la que yo siempre he considerado la piraña del reino vegetal.
Debo reconocer que mi hijo es clavadito a mí, tanto cuando yo tenía su edad como ahora que tengo la edad que tengo. Más que por obsesiones, se mueve (nos movemos) por ilusiones. Y ya que he aireado las suyas, justo es que ahora también yo airee las mías. Confieso, pues, que me he pasado la última semana inquieto ante la razonable posibilidad de conocer en persona al último premio Goncourt, el francés Mathias Enard. Vive en el edificio de al lado, en el mismo rellano de Hugo y Ana, vecinos y amigos. Disfrutan de una buena relación, pues ambas familias tienen una niña de la misma edad y, al parecer, entre ellas se llevan divinamente. El caso es que habíamos quedado este pasado domingo para celebrar el cumpleaños de Berta, la hija de mis amigos. El encuentro iba a tener lugar en el parque de la Oreneta, en la zona alta, donde estaba previsto hacer un picnic. Durante la semana me escapé incluso a la Fnac de L’Illa Diagonal, al lado del trabajo, a fin de hojear el libro premiado, Habladles de batallas, de reyes y elefantes, una reflexión acerca del quehacer del artista con Miguel Ángel Buonarrotti de por medio. Asimismo, desempolvé de la biblioteca su primera novela, La perfección del tiro, que con total seguridad me vendió tiempo atrás Véronique, mi librera de cabecera. Todo parecía indicar que al fin coincidiríamos y, aunque a la hora de la verdad me acabaría acoquinando, quería estar bien preparado por si las moscas. Pero mi gozo en un pozo. Si bien la niña acudió a la cita, sus padres esquivaron el bulto. Estaban de congreso. Me llevé un buen desengaño que además se acentuó cuando, guarecido bajo un pino del inoportuno chubasco que se nos vino encima, me dio por pensar en lo volátiles que son las ilusiones. Al día siguiente el periódico informaba del encuentro de escritores de Formentor que se celebró el fin de semana. Recogía también unas declaraciones de Enard en las que me quedó muy claro cómo había pasado el domingo en la isla de acogida: «Creo que ya iba siendo hora de que los escritores nos mereciéramos el paraíso». Ironías de la vida.  

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