1 d’oct. 2011

DE CIGÜEÑAS Y TANTAS OTRAS AVES

Foto: Gabriel Vilas

No quedaba ni una. En mitad de la canícula las cigüeñas extremeñas se habían ido con su música a otra parte. ¿Adónde? Al África, por supuesto. En cambio, éstas de los Aiguamolls han aguantado aquí todo el mes de septiembre. En el blog, me refiero. Sí, siempre me han caído simpáticas las cigüeñas. Ya de pequeño me enamoré de su vuelo elegante y pausado a la par que eficaz  –son el Concorde de las de su orden– así como de su megalómano afán constructivo –algunos nidos sobrepasan los quinientos kilos de peso–. Ni siquiera me costaba imaginármelas con el hato de noble paño en el pico transportando un bebé desde París. Las futuras generaciones, educadas en un delirante pragmatismo, ya nunca las verán igual.
¡Ah, las aves! A falta de un buen mamífero que fotografiar con el teleobjetivo de mi padre, cuántas escenas de palomas urbanas no habré revelado yo de pequeño en el laboratorio de mi tío Paco. Cuántas de buitres leonados, alimoches, avutardas, abejarucos y águilas imperiales contemplado por gentileza del gran Félix Rodríguez de la Fuente. Tamaños, picos, alas, garras, que asimilé luego con pasión en el zoológico que los confinaba, donde sin duda adquirí mi educación sentimental en este empenachado ámbito. Gracias a ella, y sobre todo a la guía de campo Slater, supe que estaba preparado para el éxtasis absoluto en la indómita Australia. Caí rendido ante la llamada de la naturaleza al oír la risa estridente del kookaburra o sólo con imaginarme el casco óseo de un casuario en la espesura de la rainforest.
Llegué a anillar algún ave en las Tablas de Daimiel –carboneros y verderones en su mayor parte– y seguí admirándolas en sucesivos viajes: el águila calva, en Estados Unidos; el pájaro rey, en Madagascar; el tucán y la paraba, en Bolivia; el cálao, en Namibia... He envidiado también a Josep del Hoyo, el autor del Handbook of the Birds of the World, esa Biblia de la ornitología mundial que, con sus dieciséis volúmenes y las 9.774 especies de aves registradas, está considerada la mejor obra jamás realizada, contando incluso las que se harán en el futuro. A excepción de cuatro o cinco, sus ojos retienen todas las especies de aves que habitan en el planeta. Aunque nada tan fascinante como la odisea por la que pasó un guardia del parque nacional Isiboro-Secure, quien estuvo varios días expuesto a las fauces de un jaguar al acecho por satisfacer su gran anhelo: ver un gallito de roca. La historia ideal para una noche de tormenta eléctrica en plena Amazonia. Todo lo contrario que el cabreo que me provocó por la radio la indiferencia de Nieves Herrero cuando otro de mis gurús, Miguel de la Quadra-Salcedo, intentaba explicar a la audiencia con voz emocionada el momento sublime que, junto a un grupo de muchachos de una de sus legendarias rutas pedagógicas, había vivido unos minutos antes bajo una gran mara americana. Acababan de divisar un quetzal, el pájaro sagrado de los incas, el primero que al ex reportero se le había cruzado por delante tras cuarenta años recorriendo remotas selvas. Como entre el contingente de expedicionarios estudiantes no había ninguna niña de Alcàsser, la ex chica Hermida lo despachó igual que si se estuviera quitando un pelo de la solapa. ¡Imbécil! 

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