7 d’oct. 2011

EL NADADOR

Foto: Imágenes Google
Hoy he acabado de leer el relato del escritor estadouni- dense John Cheever El nadador. Sí, ya sé que dicho así no suena a proeza; al fin y al cabo, sólo tiene dieciséis páginas (tirando largo). El mérito está en que lo he leído en dieciséis librerías diferentes. Fue una propuesta que me hice a principios de año para combatir la angustia que, de un tiempo a esta parte, me vienen causando estas auténticas cuevas de Alí Babá, tan rebosantes de tesoros que uno ya no sabe hacia dónde dirigir la mirada. Pensé que si conseguía focalizar la atención en un objetivo concreto podría visitarlas sin que se me disparara el corazón. Y es que a medida que va pasando el tiempo cada vez me resulta más doloroso constatar que de aquí al final de mis días sólo leeré una ínfima parte de lo que me gustaría leer.
Ha llegado a ser hasta cómico recorrer los pasillos de las distintas librerías, resoplando como si estuviera de parto o con la misma pretensión de evitar la llorera cuando pelo cebollas –sobre todo conforme me acercaba a la mesa de novedades–, hasta dar con el libro en su anaquel. En su día escogí el segundo volumen de relatos de las obras completas del autor de Massachusetts que ha venido editando Emecé siguiendo los exitosos pasos de las de Borges. Enseguida memoricé la página 253 con la que se inicia el cuento al que me he abocado de lleno, ya fuera en la Fnac, El Corte Inglés, Documenta, la Catalònia, la Laie, etc., hasta llegar a esta tarde en La Central de mi barrio. Por supuesto, me he llevado algún que otro sonado chasco y el justo castigo será no volver a poner los pies en aquellas librerías que han cometido el sacrilegio de no dar cobijo al libro buscado. Ahora bien, dejando aparte ese leve inconveniente, me siento muy satisfecho de haber cumplido a rajatabla con el plan trazado. El primer día leí una página, luego, dos, a continuación, tres...  Y hoy, el cuento completo. Dieciséis en total. ¡Objetivo conseguido!
En cualquier caso, tengo que reconocer que El nadador figura en ese reducido grupo de obras cuya adaptación cinematográfica supera con creces el manuscrito original. Invito encarecidamente a los lectores a hacerse con la película que en 1968 dirigió Frank Perry y a babear con el cuerpazo de cincuenta y cinco años de un demente y arruinado Burt Lancaster/Ned Merrill entrando y saliendo de las piscinas privadas de los vecinos de clase alta de una zona residencial de Connecticut a quienes despechó en su época dorada. 

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