5 d’oct. 2011

UN RECUERDO PARA MARÍA MOLINER

Foto: Imágenes Google

Cuando era joven pasé varios años reescribiendo y clasificando por categorías temáticas las entradas del diccionario de la Real Aca- demia. Me dio por pensar que con arreglo a esa rami-ficación me resultaría muchísimo más sencillo consultar una palabra. La idea partía de la polisemia de la mayoría de vocablos. Como si de ovejas descarriadas se tratara, mi propósito no era otro que el de hacer entrar en cintura a los diferentes significados de un término para conducirlos a su correspondiente redil temático. O el de obrar el milagro de los panes y los peces y conseguir que el diccionario de la RAE se multiplicara en cuarenta o cincuenta distintos.
Recuerdo que para insuflarme ánimos empecé por la letra ñ y que cada día dedicaba exactamente una hora y media de mi vida a la trashumancia de una página del diccionario. Aunque llegué muy lejos, aún sigue siendo un proyecto inconcluso –quizás en otra ocasión explique el porqué– que espero poder completar algún día.
Mi veneración por los diccionarios se remonta a la infancia, cuando cayó en mis manos mi querido Iter Sopena, el de las banderas de colores en la portada. En él me apoyé como un anciano en su bastón, sin que jamás se me hiciera ingrata la tarea de consultarlo. Al contrario, era muy alentador que un libro atenuara al momento la desazón que en aquella época me provocaba el desconocimiento de un término. Pensándolo bien, yo creo que ya desde entonces he mantenido una relación muy estrecha con los diccionarios, a la manera de ese entrañable comisario de ficción, Kostas Jaritos, del griego Petros Márkaris (reciente premio Pepe Carvalho), para quien sin tan imprescindible lectura la vida sería una pesadilla. Ahora mismo, mientras escribo este post, me flanquean el diccionario del español actual de Manuel Seco y el de uso del español de María Moliner. De esta última precisamente quería decir yo algo hoy, después de que el otro día fuera aludida en una de las crónicas mortuorias cuya corrección ocupa mi presente quehacer laboral remunerado. La difunta era la sobrina de la lexicógrafa y al parecer nunca pudo olvidar el inmenso cariño con que su tía la trató durante el breve tiempo que la estuvo ayudando en la ordenación del fichero de su famoso diccionario. Tal como cuenta la periodista Inmaculada de la Fuente en la reciente biografía El exilio interior, en la elaboración del Moliner dedicó tres lustros de trabajo ininterrumpido, a razón de diez horas diarias. Acometió la empresa a los cincuenta y dos años, «un buen día, estando solita en casa...», y, como ella misma dejó escrito, le llevó a él «la melancolía de las energías no aprovechadas». Cuando se publicó a finales de 1966, pasó sin pena ni gloria en los cenáculos académicos. De manera que tuvo que ser Gabriel García Márquez quien, a resultas de la muerte de la autora en 1981, lo engrandeciera al escribir lo siguiente en una necrológica: «María Moliner –para decirlo del modo más corto– hizo una proeza con muy pocos precedentes: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana. Se llama Diccionario de uso del español, tiene dos tomos de casi 3.000 páginas en total, que pesan tres kilos y viene a ser, en consecuencia, más de dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y –a mi juicio– más de dos veces mejor». 

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