10 de nov. 2011

EL MÓDULO PININFARINA

Foto: Imágenes Google
Cuando mi hijo llegó un día del colegio diciendo que un compañero de clase se sabía de memoria todas las marcas de coches que existen hoy en día en el mercado, me vi inmedia- tamente reflejado. A mí, a su edad, tampoco se me pasaba ni una. Claro que no había tantas como ahora. El parque automovilístico del franquismo no se caracterizaba precisamente por su variedad. Por eso aquellos vehículos que se salían de lo común causaban tanta sensación. Todavía me acuerdo de los primeros del barrio que me sedujeron, como el Renault Alpine de las dos etapas, la de azul y la de amarillo, pues a la sazón la pintura no duraba como ahora y era costumbre volver a pintar el coche al menos una vez en su larga vida; o el impecable Citröen Tiburón por el que no parecían pasar los años, de un bonito color coñac y con aquel exotismo que entonces confería la pintura metalizada; incluso tengo presente el Wolseley celeste aparcado siempre en el mismo sitio y que en aquel tiempo ya se veía una reliquia del pasado.
Aparte de los sobres de soldados de plástico que compraba en el quiosco, mi distracción ideal eran los coches de hierro a escala 1:43 en los que la industria juguetera ponía todo su empeño, cuanto más desconocidos mejor. Mi preferido era el futurista módulo Pininfarina, una reproducción de un prototipo de Ferrari del que si no estoy equivocado sólo llegó a hacerse una unidad. Ese es el invento al que hice referencia unos meses atrás en otro post. Me fascinaba. Era una delicia tenerlo en la mano y abrirle la cubierta deslizante que da acceso a la cabina. Su diseño le habría permitido pasar por una nave en la mítica 2001: una odisea en el espacio, esa película de Kubrick que hoy ya es pura arqueología, igual que el apocalíptico 1984, de Orwell.
Sólo había un coche que en mi inconsciente individual podía competir con el módulo Pininfarina: el Lancia Bertone que salía al comienzo (¿o era al final?) de los dibujos de la Pantera Rosa y que conducía un rubicundo adolescente. ¡Qué envidia verle encajarse el casco y poner pies en polvorosa!
Ambas maravillas, así como muchas otras quizá no tan llamativas, son las que propiciaron que siempre me haya hecho cruces por la desidia que muestran los pudientes a la hora de adquirir esos inolvidables clásicos. Sé que es una estupidez contarlo pero me siento orgulloso de la lejana tarde en que me olvidé de vender libros por seguir a un viejo Mercedes que salió de Barcelona al mismo tiempo que yo y que no se detuvo hasta la Pobla de Segur. Su magia me hipnotizó por completo. 

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