8 de nov. 2011

LOCA CRÓNICA DE LAS CANARIAS (Y II)

Foto: Imágenes Google

(... Viene de hace dos días)
El taxista –con la panza llena, compadre ya para siempre– me dejó en la puerta del hotel sobre las once. Estaba agotado, tanto como para quedarme dormido encima del mostrador de la recepción sin necesidad de proponérmelo, pero mis deseos de espirar el humo de un puro canario gozando de una bañera a lo Rastapopoulos (aquel simpático rufián de las aventuras de Tintín) eran irrefrenables. Así que aún anduve casi hasta las doce entrando y saliendo de cuantos bares de copas y restaurantes encontré abiertos en el centro de Santa Cruz en busca de las codiciadas hojas de tabaco. Por increíble que parezca, no hubo manera. En tan sólo unos meses en vigor, la ley de marras había convertido todos los establecimientos en eriales. Desolado, me tumbé en la cama de una habitación de fumador libre de nicotina. Me desperté a las tres de la madrugada frente al mismo paisaje marino de cabrillas, viejas y meros con el que había caído derrengado. Miré el reloj de pulsera y, sumido en la felicidad de las cuatro horas de sueño que aún me quedaban por delante, ni hice el amago de levantarme para apagar la tele; me di la vuelta y, ahora ya sí, dormí a pierna suelta.
Pese a un sinfín de tentaciones, me contuve durante el desayuno. Dada la hora de salida del vuelo de regreso a Barcelona, me veía obligado a comer pronto y me apetecía seguir deleitándome con las golosinas que a buen seguro me tenía reservadas la gastronomía local. El coordinador de zona me recogió temprano. Lo que yo no sabía era el espectáculo gore que me aguardaba en el tanatorio tinerfeño. De haberlo sabido, habría acudido con entusiasmo contenido y receloso. Entramos en el parking y lo primero que me llamó la atención fue el inacabable Ford Torino Station Wagon que en otro tiempo había hecho las veces de coche fúnebre. Por unas escaleras interiores, accedimos a las oficinas. Fui recibido con una calurosa bienvenida, tanto por parte del personal como por parte de Manolito, el maniquí ataviado con el traje mortuorio que Antoni Miró diseñó hace algún tiempo para tan insoslayable ocasión. La reunión fue como una seda y enseguida pasamos a otros menesteres. Obediente, me dejé conducir por mi cicerone en el tour de rigor por el tanatorio. Elogié la moderna capilla y las espaciosas salas de vela, y me sorprendió la pared de cristal que las separa de la cámara frigorífica donde descansa el difunto (nada que ver con la urna de las de Barcelona). La cosa empezó a ponerse fea en cuanto pasamos al almacén de ataúdes. Los de conglomerado made in China brillaban con luz propia. Llegamos entonces a una puerta maciza y surgió la pregunta del millón. «Ricard, ¿eres aprensivo?». «¡No, qué va!», acerté a farfullar con un hilillo de voz. El coordinador abrió con firmeza y de repente apareció un muerto de cráneo ralo y lleno de pecas como una bola helada de ron con pasas que no dejaba de ser trajinado en su ataúd por un tanatopráctor entrado en años al que en ningún momento se le borró la sonrisa de la cara. Durante unos segundos eternos departimos con fingida naturalidad –al menos, yo– y, antes de despedirnos, se quitó un guante para estrecharme la mano. «Lo que faltaba para el burro», pensé. Con cierto alivio, dejé atrás la escena; sin embargo, el recorrido aún no había llegado a su fin. Accedimos a otra estancia donde un operario soldaba un ataúd con soplete y gafas... y otro finado en su interior cuyo rostro podía ser observado a través de una escotilla rectangular de cristal.
Cuando salí a la calle, agradecí el chipi chipi que estaba cayendo. El coordinador me acompañó en coche hasta el centro de Santa Cruz y nos despedimos. Necesitaba beber algo fuerte. En un falso guachinche de la calle Ángel Guimerá vacié la cuarta de vino que me sirvieron; en cambio, el plato de tollos de cazón casi ni lo toqué. Se me había cerrado el estómago. «¡Quiero irme a casa ya!», supliqué en silencio. 

1 comentari:

  1. Mira por donde fuiste a parar a la calle de mi ilustre pariente, ja, ja

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