25 de des. 2011

EL TITÁN DEL QUIQUIBEY (I)

Foto: Gemma Pujol
Erguidos en el cajón descubierto de la camioneta Ford que se las había visto y deseado para salir del lodazal en el que quedó atrapada minutos antes, uno de los ocho guías de que disponíamos en exclusividad Ana, Gabi, Gemma y yo quiso dejarme claro que por sus venas también corría sangre española. «Mi abuelo es de Monzón, un pueblito de Huesca», me dijo con orgullo. En ese momento andaba yo tan preocupado por no perder el equilibrio que apenas presté atención a sus palabras. «Precisamente, el año pasado vino a Bolivia un periodista español a entrevistarlo», persistió en su voluntad de darme carrete. «¿Y eso?», contesté más por cortesía que por interés, atento a los fangosos socavones de la pista que atravesaba aquella pampa. «Estuvo cinco años preso en el campo de concentración de Mauthausen. De ahí el libro». «¿Qué libro?». «El de ese periodista español que viajó desde España hasta aquí solo para hablar con él, un tal Manu Leguineche». Aquel rostro de rasgos orientales al que de repente se me fueron los ojos detectó al instante que ahora era todo oídos. Así que no esperó a que le marcara la pauta con una nueva pregunta y prosiguió: «El tipo se pasó varias semanas con mi abuelo en la República del Quiquibey». «¿El Quiquiqué?». «El Quiquibey, un pequeño poblado situado a la orilla del río que le da el nombre. Lo fundó mi abuelo a partir de dos principios: la fe libertaria y el trueque». Aquello sonaba de perlas; de manera que no dudé en preguntarle por el título del libro. «El precio del paraíso».
Tres días después, ya en Barcelona, me faltó tiempo para comprarlo. Lo devoré con el mismo frenesí con el que me rascaba las numerosas picadas de insecto que traía de la selva del Beni. La historia de Antonio García Barón, el abuelo español de mi guía Marco Antonio Diéguez García, narrada magistralmente en forma de monólogo por Leguineche, es de las que deja sin aliento y sin esperanza. Sólo la voluntad de supervivencia y esa fe libertaria de la que me había hablado su nieto concedieron al aragonés la posibilidad de renacer de sus cenizas para continuar en este mundo, aunque fuera con el permanente olor a muerte de los hornos crematorios, marca Topf, del campo de concentración de Mauthausen donde durante cinco eternos años no dejó de ser un mero color, un número. Y eso que previamente, como español que había hecho y perdido la guerra, ya se le había negado una patria, una identidad, una documentación, un alma. Él mismo se lo confesó a Leguineche: «Fuimos los apestados de Europa con la campanilla del leproso colgada al cuello».
(Continuará...)

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