18 de des. 2011

LITERATURA Y DEPORTE, O VICEVERSA

Foto: Imágenes Google
¿Fue la literatura la causante de mi afición por determinados deportes o fueron en cambio ciertos deportes los que alentaron mi interés por algunos libros muy concretos? Lo ignoro, aunque bien es cierto que con mucho me veo antes con un balón en los pies que con un tebeo en las manos –para mí, literatura al fin–. No sólo eso: mientras que mis recuerdos más lejanos sobre algún acontecimiento deportivo de envergadura –aparte de la Liga de fútbol– se remontan a los JJ.OO. de Montreal 76 y a los de Moscú 80, los de mi primera lectura especializada, La carrera de Flanagan, del escritor escocés Tom McNab –el mismo que fue director técnico de la película Carros de fuego– son de 1983. O sea que, con anterioridad a esa inolvidable novela acerca de una carrera por etapas de costa a costa de los Estados Unidos, hacía años que yo ya admiraba a algunos dioses del tartán, como las hombrunas corredoras Jarmila Kratochvilova y Marita Koch, los talentosos mediofondistas Sebastian Coe y Steve Ovett, las bellas saltadoras Sara Simeoni, Ulrike Meyfarth y Tamara Bikova, el quimérico pertiguista Vladislav Kotsakievik o la desgarbada y mediocre pero constante Doina Melinte, mi preferida y campeona de la doble vuelta en el ocaso de su carrera deportiva. 
Creo asimismo que si bien literatura y deporte han seguido en general caminos paralelos a lo largo de mi vida, cuando ambos han confluido la satisfacción ha sido inmensa. Aún guardo como oro en paño una de las pocas veces que se dio esa circunstancia. Fue al revés que en el caso del atletismo. Acababa de leer posiblemente el bildungsroman por antonomasia, El mundo según Garp, del deslumbrante John Irving, en el que el protagonista, T.S. Garp, se convierte, durante su etapa universitaria, en un consumado luchador en la modalidad de “libre”, como también lo fue de joven el propio Irving. Por esas fechas el COOB’92, en el que trabajé preparando los JJ.OO. de Barcelona, organizó unas pruebas piloto a un año vista de la gran cita olímpica. A mí me tocó cubrir la sede donde se celebraba la competición de lucha grecorromana. Estaba claro que Irving me había inoculado el veneno de la pasión por ese deporte; sin embargo, los esforzados luchadores en liza –todos con un enorme coágulo de sangre en cada oreja– hicieron el resto. Al año siguiente fue un placer ver triunfar en directo al gran rey de la grecorromana de entonces: el colosal Alexander Karelin.
Otro gigante de un deporte permanentemente estigmatizado (el boxeo) a quien contemplé in situ fue al cubano Félix Savón, de quien se decía que podría haber derrotado a cualquier púgil de Estados Unidos si se hubiera decidido a dar el paso como profesional. Llegar a él fue algo más rocambolesco. Si bien me lancé desde el tobogán de Pressing Boxeo, el programa de Telecinco presentado por los facundos comentaristas Jaime Ugarte y Xabier Azpitarte –que arrojó combates extraordinarios, como el que enfrentó a Jorge “maromero” Páez y a Troy Dorsey–, todo había empezado sin embargo en un libro memorable: la biografía del boxeador panameño Panamá Al Brown, escrita magistralmente por el pintor Eduardo Arroyo.
¿Y la hípica? Bastó juntar mis lecturas del cómic infantil Furia con el entrañable El juego de los caballos, de Fernando Savater, para viajar entusiasmado a Epsom, a Ascot, a Kentucky, a Melbourne... ¿Y la esgrima? Nadie mejor que el ilustrado Richard Cohen y su erudito Blandir la espada. ¿Y el ajedrez? Woody Allen, aunque en realidad quisiera acabar con él. ¿Y...? 
No sé quién fue antes, si el huevo o la gallina. Pero me da francamente lo mismo. Porque tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando.

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