29 de des. 2011

LOS DIOSES DEBEN DE ESTAR LOCOS

Foto: Oriol Alamany
¿Cómo puede una silueta decir tanto de un lugar? No me cansaré nunca de mirar a ese paciente guepardo, sentado entre matorrales en un altozano, a la espera de que se levante el día para tonificar sus músculos diseñados para la carrera con los primeros rayos del sol. El autor de la imagen, el fotógrafo Oriol Alamany, me ha confesado que fue el primer cheetah que vio en su vida y que la escena lo sobrecogió de tal manera que tuvo que respirar a fondo para que no le temblara la cámara en la que había montado un pesado teleobjetivo y en el último momento se le fuera al traste ese inusual plano. Al margen de la foto, le he oído decir siempre que bastaron unos pocos minutos en el Kalahari para enamorarse de su magia. Poco más o menos me ocurrió a mí con este inolvidable desierto sudafricano al que llegué una tarde invernal. Si bien no tuve tanta suerte como Oriol, sería injusto quejarse cuando la primera imagen que presencié fue la de una pareja de orix –el animal más representativo de estas tierras– paciendo sobre una inmensa alfombra de arena roja y delicada como la piel de un bebé. Estoy seguro de que fue aquí donde el escritor Michael Ende encontró la inspiración para dar con el león de Graógraman, la primera criatura fantástica que creó Bastián, el niño protagonista de La historia interminable. Sólo quien ha tenido la dicha de contemplar los reflejos cambiantes de las dunas del Kalahari puede comprender que cuando el citado felino modificaba el color de su pelaje conforme avanzaba por ellas también lo hacían sus sensaciones, no en vano este hipnótico paisaje tiene la virtud de sumirlo a uno en una sugestión permanente.
En este durísimo entorno vive una de las tribus más primitivas del planeta, la de los bosquimanos o san. Como en tantas otras tierras colonizadas por el hombre blanco, ha sido pasto de los abusos y la discriminación del invasor, y relegada a indignos asentamientos. Uno no tiene más que otear el brillo lejano de los techos de hojalata de sus míseras viviendas para intuir los estragos de la codicia humana. Es una mácula difícilmente digerible que empaña muy mucho las bondades del lugar y que lleva a pensar que, con más frecuencia de lo que se cree, los dioses deben de estar locos.

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