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Foto: Gemma Pujol |
Lo primero que haré mañana al levantarme será salir a correr. Llueva, truene o relampaguee, pienso estrenar mi nueva equipación de runner con que los Reyes de Oriente me obsequiaron en las últimas navidades y que pugna por salir del armario de una vez por todas. A ritmo de principiante, recorreré los cuatro kilómetros que separan Vallfogona de Riucorb (donde pasaré la Nochevieja) del precioso pueblo de Guimerà y, sólo en el caso de que me lleven las piernas, desandaré la carretera de vuelta a casa de mis queridos anfitriones Pascual y Loli. Sé que no será una carrera matutina al uso –uno más de los continuos entrenamientos del Zatopek del Correr de Jean Echenoz–, sino que llevará implícita una gran carga emocional. Cuando ponga tierra de por medio sin mirar atrás, me separaré para siempre –de manera simbólica, afectiva y efectiva, por activa y por pasiva, y sin ambages– de El caçador d’instants, ese hijo ciclotímico (no en su manera de ser sino en cómo ha venido expresándose) con el que, pese a algunas ausencias y claudicaciones, he procurado comportarme como el mejor de los padres.
Si bien estoy satisfecho porque creo que lo he dado todo, justo es reconocer que El caçador d’instants es la historia de un fracaso. De los 365 artículos que me había propuesto escribir en otros tantos días, he hincado la rodilla en los 321. Trasmudado en un solitario corredor de fondo, he tenido seis meses sin tacha, pero otros seis llenos de turbulencias. De ahí el revés. En cualquier caso, creo que es la primera vez en toda mi vida que una decepción me sabe a gloria. Pagaré con sumo gusto la cena que me aposté con Enrique –uno de los amigos que más me ha animado a pesar de sus intereses contrarios– cuando se enteró de mi arrebato. Me libero, pues, de los grilletes que yo mismo me puse hace ahora un año.
En fin... pues pasa que me he quedado en blanco y voy a tener que recurrir a la escritura automática. Me disculpo por ello. Sé que los de las despedidas son artículos que se tienen preparados con mucho tiempo de antelación, pero yo aún me estoy haciendo a la idea de que mañana no me sentaré en la silla de madera retráctil de mi biblioteca, con música de fondo de Ella Fitzgerald, Pat Metheny o Jordi Bonell, y algún que otro puro habano, canario o leridano en los labios, mientras me estrujo la mollera para hallar el tema que me permita sacarme de la manga un texto de treinta o cuarenta líneas.
Sea como fuere, no quiero despedirme sin algunos de esos elegantes agradecimientos finales a los que tan dados son los escritores anglosajones. El primero de todos debe ser para Carles Mera, el verdadero artífice de la existencia de este blog. Su colaboración desinteresada durante un día entero para sacar El caçador d’instants del líquido amniótico de internet me persuadió de la descortesía que hubiera supuesto no haberlo seguido manteniendo a flote. El segundo es para todos los amiguetes y conocidos que no sólo acogieron con los brazos abiertos el proyecto sino que tan generosamente se han venido manteniendo fieles hasta el final. (Gabriel García Márquez tenía más razón que un santo cuando dijo aquello de que uno escribe para que lo quieran más.) El tercero, para los lectores que alguna que otra vez se han dejado caer para interesarse por algún artículo. El cuarto, para los tres colaboradores de lujo que me han relevado en alguna fase de desánimo: Pascual, mi madre y mi hija Clàudia (¡ah, y ese colaborador secreto al que tanta grima le da aparecer!). Y, para acabar, a mi familia... por no echarme de casa por habérsela llenado de humo y de olor a puro, un día sí y el otro también, desde mi encierro monacal y, sobre todo, por haber dejado de ser quien fui alguna vez. Espero volver a serlo. Cuento con todo el 2012 para conseguirlo. Prometo intentarlo con todas mis energías ahora que soy consciente de hasta dónde pueden llegar mis deseos.