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Foto: Fernando Ruso (El Mundo) |
(...Viene de hace dos días)
Eran las once y media de la mañana, el lorenzo apretaba de lo lindo y yo, con americana, el ordenador en bandolera y arrastrando el trolley, no tenía mucho margen de maniobra. Quería caminar por Sevilla pero estaba lejos del centro y sólo disponía de un par de horas hasta la salida de mi tren. He optado entonces por coger otro taxi y, antes de bajarme enfrente de la estación de ferrocarriles de Santa Justa, me han llamado la atención en numerosos balcones las pancartas alusivas a la terrible plaga de palomas que, al parecer, asuela la ciudad.
Estaba hambriento y sediento. Pero no he tenido que dar más de un paso para que, de debajo de un adoquín, apareciera el primer bar: La Bodeguita de Santa Justa. Me he sentado en la terraza a cobijo del calor por un plátano enorme y, tras descartar muy a mi pesar el flamenquín de marisco y la carrilla ibérica al oloroso, he pedido media ración de croquetas de la abuela y otro tanto de albóndigas rellenas de choco y langostinos. Mientras esperaba los manjares, un largo sorbo a mi cañita –la primera del verano– me ha confirmado una vez más cuánta razón tiene en venerarlo el epicúreo escritor francés Philippe Delerm, el de El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida. Y así, feliz como una perdiz en la avenida Kansas City –¡estos sureños son unos cachondos!–, he consumido mis últimos instantes en Sevilla.